Mientras viví en Buenos Aires ni se me ocurrió pisar una milonga o una clase de esas que ya empezaban a pulular. Fue acá, en Mar del Plata, una tardecita de otoño muy gris, en la que no recuerdo por qué razón, seguramente gente conocida que bailaba, en la que decidí ir a tomar clases con un profesor amigo de amigos y ver de qué se trataba. Suelo llegar temprano a todas las ocasiones, con una puntualidad obsesiva, y en el caso de la clase fue un acierto. Llegué al salón y encontré al profesor solo, seleccionando la música. No sabía nada de él y por supuesto nada de bailar tango. Se presenta y me presento. Seguramente me senté a esperar y él siguió con la música. No recuerdo. Éramos tan sólo la música, el profesor y yo. Nadie aparecía. El tiempo pasaba mientras de fondo sonaban los tangos y el silencio. Sin otro ser humano en las inmediaciones, y quizá con ganas de bailar esa melodía que se escuchaba en aquel momento (y qué no recuerdo o nunca supe cuál era, aunque sería fantástico poder decir: era tal y cual y nunca la olvidaré, pero no es el caso), o evitar el silencio, o la espera, me preguntó si quería bailar. Dije que sí, por supuesto, y entonces él me abrazó, y sin ninguna instrucción, sin la más mínima mención de una forma, un modo, un paso, comenzó a llevarme. Y de repente estábamos bailando, y a nosotros tres se sumó la danza. Y me hizo sentir que era fácil, relajado, cómodo, seguro y armonioso bailar tango. Me hizo sentir que yo sabía, que estaba en mí esa información, que simplemente tenía que escuchar la música y dejarme llevar. La sensación de comodidad y la complejidad de los pasos y figuras iban creciendo, y me sentía cada vez más libre y a la vez más conectada. Sentí que podía bailar para siempre. La llegada (inoportuna para mí, esperada para el profesor) del resto de los alumnos interrumpió mi idilio: allí se terminó el baile y empezó la clase. Me aburrí, me cansé, me fastidié. No quise más. Al tiempo, y con esa única clase, fui a varias milongas, confiando en que aprendería de puro bailar y buscando siempre esa primera sensación. A veces era feliz esa idea, a veces frustrante. A veces bailaba toda la noche. A veces no bailaba en absoluto. Lo dejé. No podía con tanta incertidumbre. Pasó mucho tiempo y me volví a acercar. Y otra vez lo dejé. Y así. Ahora estoy tomando clases y yendo a una milonga, pero no me hago esperanzas de que dure. Creo que, como toda pasión, se apaga con el tiempo, aunque posiblemente, como toda pasión, también con el tiempo se puede reavivar. O quizá, quién dice, se transforme en un amor, de esos que son para toda la vida. Lo único que sé con certeza es que cada vez que escucho un tango quiero bailar. Y nada más.
Fernanda O. Mar del Plata- Argentina
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